Estaba tranquila en el comedor charlando con mi mamá y de pronto tuve
una sensación rara. Fui a mi habitación y empecé esa semana de a poco a armar
mi bolso para ir a Bariloche. Realizaba las excursiones con la sensación de que
ya la había hecho. Al regresar sentía que no conocía a ninguna persona con las
que había viajado.
Cada día que pasaba se tornaba
raro, cuando llegaba el momento del cumpleaños, retrocedían un año, se hacían
jóvenes y las arrugas desaparecían como por arte de magia.
Olvidarse lo que había hecho
el día anterior era costumbre. Todo lo nuevo que iba aprendiendo, con el paso
de las horas ya no estaba, las personas, todo se borraba.
Cada vez me hacía más chica y
mis primos iban desapareciendo de a uno. Llegaban a ser bebés y luego ya no
estaban y nadie recordaba que habían existido, sólo se convertían en una
ilusión hacia el futuro.
En el colegio, cada día se
aprendía algo nuevo y cada vez más complicado para entender. Se volvían dibujos
que hacía la maestra.
De a poco los amigos se
convertían en extraños hasta el punto en que ya no los conocía, se volvían una
persona más entre la gente.
Comenzaron a aparecer personas
que uno las guarda para siempre en el corazón con una sonrisa en los labios,
como si nada hubiera pasado.
Jugaba con mis hermanas hasta
que una de ellas ya no pudo por ser muy chiquita y de un día hacia el otro ya
no estaba.
Ya no tenía edad para estar
en jardín así que jugaba sola en casa. Me arrastraba por el piso y corría hasta
que un día ya no pude, me ayudaron a hacerlo. Luego solo en brazos hasta que
llegamos a la clínica de Mariano Acosta y lo último que escuche fue la voz del
médico hablando con mi mamá.
CORVALÁN, Camila
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